En su libro anterior, Bajo la
piel del agua, Verónica Álvarez nos hacía cómplices de un viaje existencial
y espacial en cuyo origen habitaba la presencia majestuosa de la Anciana Dama,
la casona señorial de Iquique, en el norte salitrero de Chile, donde la
protagonista - alter ego indisimulado de la autora – pasa una infancia y
adolescencia que la impulsan a dar el gran salto hacia otros mundos.
En este que ahora nos entrega, la
Anciana Dama se vuelve protagonista, y entre sus paredes ya derrumbadas y
detrás de aquella puerta que fue su postrera reliquia, acechan las imágenes y
los ecos fantasmales de un pasado que Javiera se empeña en reconstruir para
mejor comprender su propio presente. Figuras entrañables – la matriarca doña
Sebastiana; Eusebia Elba rigiendo la vida de la casa; el tío Alfredo Honorio
que sacrifica sus deseos por el bien de la familia; el elusivo Francisco
Javier, padre de la protagonista; y otros tantos que componen la escena
familiar de tres generaciones – desfilan como sombras que aparecen y
desaparecen, que hablan o callan, retornando fugazmente del pasado para
alimentar los recuerdos de una Javiera acosada por la obligada soledad de los
años de pandemia. Y con sus intervenciones, con sus aclaraciones ante la
inquisición a que ella los somete, van dibujando al mismo tiempo – en su
particularidad – una semblanza que nos recuerda una vez más que la mayoría de
estos latinoamericanos que hoy deambulamos por Europa, somos la herencia –
haciendo el camino de regreso - de europeos emigrados a la América, envueltos
en una paradoja del destino: ellos y nosotros, unos de ida y otros -por así
decirlo- de vuelta, añorando siempre aquellos territorios del origen donde
hemos dejado los momentos fundantes de la vida.
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