Poesía (2). 147 pag.
Lo mejor, al leer Muros por primera vez, será dejarse llevar a través de un lenguaje que transita con una fluidez que asombra – sobre todo al contrastarse con la extrañeza de sus imposibles metáforas, a menudo construidas con la unión de dos términos racionalmente inapareables pero que encajan con absoluta naturalidad en este discurso hipnótico – y nos transporta estrofa a estrofa cabalgando sobre unas imágenes cuyo hermetismo en ningún momento dificulta (al contrario, parecería facilitarla) la lectura. Disfrutar, dejarse ir en el mero embrujo del texto sin pretender anclar los códigos que subyacen, las marcas de lo biográfico, de lo sentimental. Pero no bastará. Sentiremos entonces que hay que volver a penetrar, poema a poema, para descubrir poco a poco que ese hermetismo inicial comienza a abrirse develando un trazo lineal, un río subterráneo que surca el libro y se esfuerza – quizás vanamente, porque el lenguaje de la poesía está más allá de la comprensión, es precisamente el único lenguaje para decir lo que no puede hablarse – en trazar esos puentes que el poeta reclama aquí y allá: entre la memoria y la experiencia, entre la mirada y la expresión, entre – en definitiva – las palabras y las cosas.
Lo mejor, al leer Muros por primera vez, será dejarse llevar a través de un lenguaje que transita con una fluidez que asombra – sobre todo al contrastarse con la extrañeza de sus imposibles metáforas, a menudo construidas con la unión de dos términos racionalmente inapareables pero que encajan con absoluta naturalidad en este discurso hipnótico – y nos transporta estrofa a estrofa cabalgando sobre unas imágenes cuyo hermetismo en ningún momento dificulta (al contrario, parecería facilitarla) la lectura. Disfrutar, dejarse ir en el mero embrujo del texto sin pretender anclar los códigos que subyacen, las marcas de lo biográfico, de lo sentimental. Pero no bastará. Sentiremos entonces que hay que volver a penetrar, poema a poema, para descubrir poco a poco que ese hermetismo inicial comienza a abrirse develando un trazo lineal, un río subterráneo que surca el libro y se esfuerza – quizás vanamente, porque el lenguaje de la poesía está más allá de la comprensión, es precisamente el único lenguaje para decir lo que no puede hablarse – en trazar esos puentes que el poeta reclama aquí y allá: entre la memoria y la experiencia, entre la mirada y la expresión, entre – en definitiva – las palabras y las cosas.
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